6 de noviembre de 2015

DESDE EL FONDO DEL MAR

Abajo hay más barcos y mejores tesoros que en ninguna parte.
Los caracoles gigantes, de los fondos abisales, remolcan los restos naufragados hasta una garganta profunda con silueta de sirena.
Los oficiales del mar llevan la cuenta de todos los que se depositan y hacen inventario de sus riquezas.
Cuando te acercas al horizonte de sirena se empiezan a dibujar los mástiles de los buques más grandes. Son demasiados y la estampa impresiona.
Conforme avanzas es inimaginable tanta variedad de velámenes retorcidos por el trauma del naufragio.
El impacto nos dibuja una batalla medieval de combatientes 
muertos y lanzas clavadas en el suelo.
Todo estaba bien, hasta que, el viernes trajeron un pequeño velero.
Los protectores del mar habían estado la noche del "juergues" celebrando el día de las tormentas y cometieron el error que dio con todo al traste.
Por primera vez, a la par del barquito y apenas un pequeño collar de perlas, en el recuento figuraba... ¡Oh!...
No, no, no puede ser. No se puede contar. Está prohibido hablar del hecho.


(Solo lo podemos descubrir si quien nos escucha promete guardar el secreto y nos da un beso grande).


Con todas las velas le construyeron un palacio entre las corrientes del fondo. Los peces abisales iluminaron cada una de las estancias y dibujaron su figura con luces de colores.
Todas estas tareas provocaban un enfurecimiento enorme y una envidia atroz.


(Pero no me has dado el beso, no puedo contar más. Siempre devolvemos los besos. Y todos sonríen como tú ahora).


La reina estaba muy, muy, muy, enojada. Se acercó a ver todo aquello que los súbditos del rey estaban construyendo y porqué, y para qué, traían aire de la superficie del mar. Era un derroche innecesario.

Al verla, allí, tan bonita, delgada, atareada, peinando sus cabellos rubios, preguntó a un centinela porqué aquella criatura no era feliz en ese palacio.
El centinela se encogió de hombros y respondió:
- Mi reina, dicen que echa de menos a alguien de la isla grande. Allá, en la superficie.


(Y, ya no puedo contar más si no me das dos besos).


-¡Eh bichito! ¿Encontraste la caracola dentro del barco de nuez?- Blanca se distrajo en el camarote escuchando el rugido de las olas dentro de la caracola y no miró el tsunami que se acercaba por el horizonte. El barco zozobró y volcó dejando el casco cabeza abajo mientras que Blanca se golpeaba con una madera en la cabeza.
Los guardianes del fondo no se percataron de su presencia porque no había muerto. No resplandecía la luz de su alma a través de las paredes del compartimento. Atravesaron todo el fondo hasta dejar el cascaron atado cabeza abajo a un mástil de un galeón español, de veinte cañones por banda.
Las prisas son malas consejeras.
Tañor había prometido pagar una ronda justo cuando se fue a la cama, el día de las tormentas. Y todos se unieron a la pequeña octava de la celebración. Dejaron el barco amarrado con un vaivén a merced de las corrientes.
Mientras, Blanca recuperaba la consciencia y su llanto alertó a uno de los contables del tesoro.
Tañor tuvo que cargar con la culpa del desastre y lo degradaron a calafatear todos y cada uno de los cascos por el resto de la eternidad, hasta que alguien limpiara su mancha.
Hoy Blanca seguía llorando su desdicha y Tañor limpiaba el casco del pequeño velero de cascara de nuez. Al mirar por el ventanuco la encontró sollozando, pero preciosa. Quedó prendado de ella. Limpió tanto, que acabó dejándolo más nuevo que cuando lo botaron la primera vez. Pero ella seguía triste.
El pequeño calafatero se armó de coraje, cortó el amarre y rasgó el techo del palacio de velas blancas dejando escapar el cascaron entre las luces de los guardianes abisales. Justo elevándose hacia arriba, erecto, como un misil desenfrenado hasta que alcanzó la superficie. De un golpe seco, giró. Se alzó con el todo el velamen desplegado alcanzando la corriente de viento que le devolvía a su puerto.
Ahora el calafatero se quedaba triste al alejarse a Blanca, secándose sus lágrimas, camino de la bocana del puerto que aquel faro inquieto le mostraba con claridad.


(Chisssss, se ha dormido, chisssssss. Silencio. Creo que ya sabe el final del cuento.)
¡Adiossss!


JOSÉ CHINCHILLA LÓPEZ